En estos días de agosto, la prensa ha recordado el debut internacional de los Beatles en Hamburgo, Alemania, durante el verano de 1960, y tal reminiscencia ha originado cierta nostalgia. Los fanáticos de entonces evocan con añoranza al cuarteto vocal e instrumental de Liverpool, que, con la evolución técnica y melodía de sus canciones, trajeron a millones un verdadero contagio de exaltación. El mundo no había sentido antes la pasión, el paroxismo de entusiasmo que suscitó este conjunto en los años sesenta y que los erigió en el símbolo de la música pop universal.
Los Beatles fueron en aquel entonces la gran moda de toda una generación. Integrados por Paul McCartney, John Lennon, George Harrison y Ringo Starr, trascendieron a todo el orbe como un “superfenómeno comercial”.
Más que los causantes de la revolución en las costumbres juveniles, entre 1962 y 1970, y cuyo símbolo más característico fue el cabello largo que ellos popularizaron, el grupo fue el portaestandarte.
Las más emotivas escenas se producían en sus presentaciones: chicas frenéticas que salían del público de súbito y se arrancaban prendas de vestir, declarándoles su amor; otras, llorando y halándose histéricamente el cabello, trataban de besar a los miembros de la banda; otros les suplicaban que cantaran otra vez la misma canción.
Cuando, en 1970, la banda se disolvió, los seguidores se resistían aceptarlo; y se mantenían esperando su próxima reintegración.
Pero esta esperanza quedó tronchada por el asesinato de John Lennon, en 1981, y luego la muerte por enfermedad de George Harrison. Hoy, más de treinta años después, queda la nostalgia de aquella fulgurante gloria.
Ciertamente la gloria del hombre es pasajera. La fama, el dinero, el poder son como la sombre que huye. “La gloria del hombre es como flor de la hierba –dice la Sagrada Escritura–.
La hierba se seca, y la flor se cae: más la palabra de Dios permanece para siempre”.
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