20 septiembre, 2010

Entrevista sobre Yoko

Nueva York, 17 de mayo de 1.997.

10:00 horas. En la cocina de Yoko.

El Dakota es el edificio de las gárgolas más imponentes de toda la ciudad. Más incluso, que las de Notredame. Aquí es donde Polanski rodó La semilla del diablo, donde vivió varias décadas encerrada Greta Garbo, donde Lennon murió tiroteado hace ahora 20 años a manos del amante virtual de Jodie Foster. Donde viven Yoko y Sean rodeados de cristaleras y pinturas más o menos abstractas, obra suya y de Clemente, Basquiat y del amigo Schnabel, de murales fotográficos, ristras de laureles y piezas de arte Zen. Aquí pasan la mayor parte del año, según me contaba delante de una cafetera de Alessi y una bandeja de donuts, muffins y pastas de té de Balducci´s, en mitad de su cocina de madera Ikeiana.


Aquí tienen un taller de creación, una sala de partos, de la que salen pinturas y canciones. Las últimas acababan de envasarlas madre e hijo en un CD titulado Rising y que, en mi opinión, son casi más potentes que las recopiladas en la Beatles Anthology, publicada por la EMI más o menos en aquella época.

Me recibió descalza. Y, claro, yo me puse a su altura, y me deshice de mis Adidas. "Ponte cómoda, por favor, estás en tu casa" me dijo con la mejor de sus sonrisas. Porque Yoko se reía mucho y muy alto. Sonreía cada dos por tres. Y cuando lo hacía, un par de hoyuelos destacaban aún más su cutis de arroz, y claro, una no tenía más remedio que seguirle el juego y admirar su extraña belleza entre cálida y gélida, de mujer oriental, mujer maestra, mujer artista, mujer madre y mujer de duelo eterno.

Yoko con el pelo corto y ligeramente levantado sobre la frente, desteñido de henna en las puntas y despeinado. Plácida. Las dos nos pusimos de acuerdo, sin saberlo, y nuestra indumentaria era negra y de dos piezas. Coincidencias. Pantalones acampanados y camisas escotadas. Era una mañana de sol y los rayos se filtraban a través de las persianas, dejando ralladuras perfectas en el suelo de terracota. Sentadas en sillas de director de cine, una al lado de la otra. Ella con sus gafas Armaniescas, redonditas, y yo estrenando sombrero de la Belle Époque de la tienda de Barbara Feinman, la artesana de la calle 7 que mejor entiende a las mujeres que gustan de esconder sus cabellos bajo fieltros y rafias transformados en esculturas urbanas de otros tiempos.



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