10 diciembre, 2010

Un equilibrio notable

Paul McCartney en Buenos Aires



TENER EN LA MANO la lista de los temas es, en las tres horas que le toma a Paul McCartney congelar el tiempo histórico, un privilegio de índole coronaria.

Quienes por tareas de prensa o acceso a los organizadores trafican esos mails impresos están, al menos, avisados de que en el próximo instante se les puede paralizar el corazón. Cada vez que acomete la banda de McCartney, el sobreviviente de la dupla de compositores más trascendente del siglo XX, se diría que el efecto es idéntico al que se sentía en el instante previo al que la Montaña Rusa (o Rollercoaster según el abecé de la globalización) daba su última muestra de piedad antes de que las formaciones de carritos se lanzaran al vacío por alguno de sus temerarios bucles. Hay vértigo, y gritos entre el éxtasis y la sublimación del terror.

En el estadio de River, entonces, el que tenía la lista en la mano se creía preparado para tomar aire y recibir de un saque la alegría de vivir de "All my loving", cargada del mismo impulso magnético que gastaron las distintas generaciones de equipos de audio, las radios AM y FM y finalmente aquellos que pagaron (Los Beatles parecen blindados al download pirata) por bajarla en i tunes y otros programas similares de Internet. Eso es también el paso del tiempo medido en la música de Lennon y McCartney: una resistencia épica a la carrera tecnológica por la portabilidad de la música.
LA MAGIA BEATLE. McCartney toca a los Beatles y el resorte, el beat que era el corazón de la posguerra inglesa, se activa como si se excitara un volcán dormido. Así se comprueba que el bajista de facciones amables posee no sólo el catálogo beatle, que ha sabido administrar como un economista del Club de París, sino la personería físico-química del cuarteto; la unción mágica de recrearlos en escena. Lo hace enfocando un notable equilibrio de clasicismo y aventura. Como decía Roland Barthes respecto de su amor por la fotografía, McCartney se aventura en su propio laberinto de recuerdos para rescatarlos en su energía original. Esa capacidad parece haberse potenciado con los años, y con esta banda que se hace un puño con el solista en ese acto de inducción emotiva.

Para ser él mismo y a la vez Los Beatles, Sir McCartney necesita revisar el intríngulis psicológico del grupo: la iracundia de John Lennon, la melancolía iridiscente de George Harrison y hasta el histrionismo de Ringo Starr. Así, va por la representación de tesoros que no son enteramente suyos. Una versión de "Across the Universe" se empalma con el mantra de "Give Peace a Chance" para hacer presente a Lennon y en "Something", la sinapsis entre el sonido tan característico del álbum Abbey Road y las fotografías de Harrison que ocupan las pantallas gigantes y que desestabilizan la emoción de los fans.

Ser, de algún modo, contemporáneo a la aventura que empezó hace 48 años resulta un curioso privilegio histórico. Cuando del recital solo quede la estructura muda del superespectáculo, una mujer en estado de trance comentará entre sollozos que estuvo "a menos de treinta metros de un Beatle". Un comentario lógico para 1964, en plena beatlemanía, pero no para cinco décadas más tarde.

Pero no hay beatlemanía porque, de hecho, no hay Beatles pero sí hay manía beatle, en el público y en el grupo que se prodiga por reponer casi con exactitud el sonido original de las canciones (lo mismo sucede con el logrado repertorio de Wings, el grupo pos Beatle de Paul). Estar, sea a treinta metros o media cancha, de un beatle que vive, respira y contagia la misma alegría de vivir que el repertorio del grupo que nadie se ha cansado de escuchar, es un posible milagro a casi medio siglo de "Love me do".

Por lo tanto, el goce colectivo del coro de "Hey Jude" parece más una sensación oceánica en el sentido que describía Freud antes que un acto de entretenimiento masivo. La diferencia es que aquí los que cantan no se hacen uno con las cosas del mundo sino con la historia. Los Beatles están demasiado lejos y demasiado cerca al mismo tiempo. McCartney, que nunca renegó de este repertorio, aparece con renovadas habilidades para acercarlo.

MÁS CERCA, MÁS LEJOS.
Acaso en su primera visita a Buenos Aires (1993), el ex Beatle estaba demasiado cerca de sus años ochenta donde se había vuelto, sobre todo, un hábil sobreviviente pop. El repertorio tenía algunas similitudes con este pero la manera de encararlo era bien distinta. En aquella gira aprovechaba el repertorio beatle como un gancho y todavía confiaba en que sus producciones más cercanas compitieran con la historia. No había entonces una banda de rock sino un solista con un acompañamiento.
Este McCartney, que en la década de 2000 firmó dos discos notables, aparece rubricando un ensayo en vivo sobre lo que fueron sus canciones para los Beatles, Wings y partes de su carrera solista muy determinadas. La banda puede pasar de la fase Wings a la fase Beatles sin parecer un número nostálgico de Las Vegas.
Los cuatro músicos que acompañan a Paul hacen coros y armonizan metidos en el vértigo de la electricidad y la historia.

Largos, flacos, Rusty Anderson y Brian Ray (que alterna también el bajo) semejan dos perros afganos puestos a cuidar las espaldas, anchas, del ex Beatle. Tienen la delicada misión de no recargar de personalidad lo que ya suena en la memoria colectiva y a la vez de hacer un comentario, una addenda mínima a esa partitura clásica del pop. Al tecladista Paul Wickens le toca el rol de un George Martin on line, un catálogo en escena de los arreglos de cuerdas y vientos con los que McCartney extendió las posibilidades sonoras del rock ya en los `60. El golpe seco, macizo, del baterista mexicano Abe Laboriel Jr., con la contextura de un pilar de los All Blacks, empuja al McCartney más rockero a desbocarse.

Para dar con este modelo 2010 tan contundente, McCartney parece haber elegido una matriz entre todas las posibilidades que cada paso de Los Beatles le daba. Es el disco doble llamado justamente The Beatles y que todos conocen como "El Album Blanco". Y también la foto en negativo de la psicodelia multicolor de Sargeant Pepper y el primer disco meta-rock que se haya grabado.

De esa manera consigue hilvanar canciones que el tiempo separa como un continuo ecléctico. Es eso y la angularidad, el estilo descarnado de aquella grabación lo que hace de estos shows un "Album Blanco" específico para toda la carrera de McCartney. Si incluye baladas, no va a distraerse en "Pipes of Peace", por ejemplo, y cuando decide rockear juega con fuego: "Helter Skelter". La historia se cierra ahora con la obertura de Sargeant Pepper, donde los Beatles se convertían en una banda de ficción para poder hacer eso que la beatlemanía les impedía: tocar en vivo.

En ese contexto es que el tiempo, como decía una canción de Almendra, "se quedó a vivir". En las tres horas que duró el show de River los minutos aludían al pasado (la herencia de una época a todas luces aventurera), el presente (lo que se oía en el escenario tenía vida propia) y el futuro (la sensación de estar compartiendo la misma porción de tiempo que en años sedimentará otra capa de la historia de la música).

Todo eso hacía que el acto de rendirse a un estribillo fácil y absurdo como el de "Obladi-Oblada" tuviera una resonancia tan profunda como la noche. Esa oscuridad que se impregnó con el arpegiado sensible de "Blackbird" y se llevó para su inconmensurable adentro algo de las cincuenta mil almas que hacían en ese momento un silencio religioso.

 NOTICIA EXTRAIDA DE:

http://www.elpais.com.uy/suplemento/cultural/un-equilibrio-notable/cultural_533595_101210.html

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