Un Beatle no precisa de reivindicación. Si acaso de una reescritura de su importancia en la música del siglo XX y ese fue el empeño que acometió el mejor de los cineastas norteamericanos, Martin Scorsese, cuando la semana pasada entregó a la consideración del público televidente su documental George Harrison: Living in the Material World, estrenado en dos partes por la cadena de cable HBO.
No era la primera vez que enfocaba sus inquietas cámaras en la música. El grupo The Band, Bob Dylan, Michael Jackson y hasta los Rolling Stones han sido objeto de su interés.
Lo mejor que le ha podido ocurrir al legado musical y emocional de Harrison, dividido entre los Beatles y su carrera en solitario, es la devoción de Scorsese, quien ha pergeñado, con su acostumbrado don narrativo, un retrato de la complejidad del músico en todas sus facetas personales y creativas.
Dice el productor Phil Spector que llamar a Harrison “perfeccionista” podía resultar una simplificación si se toma en cuenta la obsesión que lo asistía para pulir sus canciones hasta las últimas consecuencias.
No pocas de esas piezas, calificadas como excelentes por la posteridad, fueron, en algún momento, ninguneadas por el dúo abrumador de Lennon y McCartney, quienes tardaron en reconocer que el pequeño y joven George también era un compositor de armas tomar.
Durante una de las tantas crisis que tuvo el conjunto originado en Liverpool, cuando se grababa el álbum Let it Be, Harrison tomó su guitarra y abandonó el estudio como si renunciara porque no aguantaba más los pretextos para que sus melodías no fueran incluidas. El documental muestra un diferendo con McCartney durante esas jornadas y hasta se habla de un momento cuando se consideró la inclusión de Eric Clapton en los Beatles si George no regresaba.
McCartney deja bien claro en la entrevista concedida a Scorsese, sin embargo, que el grupo era como un cuadrado perfecto. Si perdía algunas de sus esquinas se desasía e ilustra, con ejemplos, los aportes preclaros de Harrison, sin los cuales algunas de las canciones hoy consideradas clásicas no existirían.
Influido por las religiones orientales, principalmente de la India, Harrison introdujo las sonoridades de esa cultura en la música popular occidental para siempre y practicó de manera consecuente sus ritos más conocidos como la meditación.
Todos los entrevistados coinciden en decir que podía ser la persona más encantadora y participativa y luego la más reclusiva y distante.
Hay anécdotas deliciosas como cuando invitó a cerca de cuarenta miembros de los motociclistas Angeles del Infierno al estudio de Abbey Road y luego de algunos días no sabía cómo deshacerse de ellos. Y otra menos agradable cuando supo que su buen amigo Eric Clapton se había enamorado de su esposa de entonces.
El rompecabezas de Scorsese termina por armar ante nuestros sentidos un artista total en franca batalla con sus demonios personales y estéticos. Ringo Starr no puede contener las lágrimas cuando cuenta la última vez que lo fue a ver a Suiza donde convalecía de cáncer y, sin poder valerse, le dijo que quería acompañarlo a Boston donde el baterista de los Beatles tenía a una hija también batallando contra una grave enfermedad.
En la última anécdota del documental, la viuda, Olivia Harrison, explica que George se preparó siempre para abandonar su cuerpo cuando el momento llegara y le dice a Scorsese que al ocurrir el desenlace, él no hubiera necesitado luces para filmarlo porque una extraña iluminación se posesionó de la habitación donde el autor de una de las más grandes canciones de amor de todos los tiempos, Something, concluyó su estancia en la tierra para quedar, por siempre, en el corazón de todos los que le agradecemos su música inolvidable.
No era la primera vez que enfocaba sus inquietas cámaras en la música. El grupo The Band, Bob Dylan, Michael Jackson y hasta los Rolling Stones han sido objeto de su interés.
Lo mejor que le ha podido ocurrir al legado musical y emocional de Harrison, dividido entre los Beatles y su carrera en solitario, es la devoción de Scorsese, quien ha pergeñado, con su acostumbrado don narrativo, un retrato de la complejidad del músico en todas sus facetas personales y creativas.
Dice el productor Phil Spector que llamar a Harrison “perfeccionista” podía resultar una simplificación si se toma en cuenta la obsesión que lo asistía para pulir sus canciones hasta las últimas consecuencias.
No pocas de esas piezas, calificadas como excelentes por la posteridad, fueron, en algún momento, ninguneadas por el dúo abrumador de Lennon y McCartney, quienes tardaron en reconocer que el pequeño y joven George también era un compositor de armas tomar.
Durante una de las tantas crisis que tuvo el conjunto originado en Liverpool, cuando se grababa el álbum Let it Be, Harrison tomó su guitarra y abandonó el estudio como si renunciara porque no aguantaba más los pretextos para que sus melodías no fueran incluidas. El documental muestra un diferendo con McCartney durante esas jornadas y hasta se habla de un momento cuando se consideró la inclusión de Eric Clapton en los Beatles si George no regresaba.
McCartney deja bien claro en la entrevista concedida a Scorsese, sin embargo, que el grupo era como un cuadrado perfecto. Si perdía algunas de sus esquinas se desasía e ilustra, con ejemplos, los aportes preclaros de Harrison, sin los cuales algunas de las canciones hoy consideradas clásicas no existirían.
Influido por las religiones orientales, principalmente de la India, Harrison introdujo las sonoridades de esa cultura en la música popular occidental para siempre y practicó de manera consecuente sus ritos más conocidos como la meditación.
Todos los entrevistados coinciden en decir que podía ser la persona más encantadora y participativa y luego la más reclusiva y distante.
Hay anécdotas deliciosas como cuando invitó a cerca de cuarenta miembros de los motociclistas Angeles del Infierno al estudio de Abbey Road y luego de algunos días no sabía cómo deshacerse de ellos. Y otra menos agradable cuando supo que su buen amigo Eric Clapton se había enamorado de su esposa de entonces.
El rompecabezas de Scorsese termina por armar ante nuestros sentidos un artista total en franca batalla con sus demonios personales y estéticos. Ringo Starr no puede contener las lágrimas cuando cuenta la última vez que lo fue a ver a Suiza donde convalecía de cáncer y, sin poder valerse, le dijo que quería acompañarlo a Boston donde el baterista de los Beatles tenía a una hija también batallando contra una grave enfermedad.
En la última anécdota del documental, la viuda, Olivia Harrison, explica que George se preparó siempre para abandonar su cuerpo cuando el momento llegara y le dice a Scorsese que al ocurrir el desenlace, él no hubiera necesitado luces para filmarlo porque una extraña iluminación se posesionó de la habitación donde el autor de una de las más grandes canciones de amor de todos los tiempos, Something, concluyó su estancia en la tierra para quedar, por siempre, en el corazón de todos los que le agradecemos su música inolvidable.
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